Sobre mitos medioambientales


La idea de que España es un país en el que está aumentando la desertificación, o que directamente se está quedando sin apenas superficies boscosas, es un lugar común entre los ciudadanos, propagada por los medios de comunicación y determinadas organizaciones ecologistas. Pero por suerte es totalmente falsa. 

Los datos oficiales de Eurostat demuestran exactamente lo contrario: si en 2011 España era el quinto país de la UE con una mayor superficie forestal, hoy ya es el tercero, sólo superado por Suecia y Finlandia. En concreto, nuestro país dispone actualmente de 18.567 hectáreas de superficie forestal, un 36,7% del territorio ó 0,59 hectáreas por habitante. Es posible que existan determinadas zonas concretas de nuestro país que se estén desertificando, por supuesto, pero la realidad incontestable es que la superficie forestal española ha ganado en los últimos años un crecimiento neto más que considerable. 


Otro mito parecido al anterior es el que afirma que los incendios en España son cada vez mayores y se producen en un número cada vez más alto, tendencia que suele relacionarse con el calentamiento global. Se trata de una idea alimentada, por ejemplo, por mapas meteorológicos en los que la televisión nos muestra a una España coloreada al rojo vivo cuando se alcanzan las mismas temperaturas de verano que hace años se coloreaban en verde. Así pues, no es de extrañar que numerosos cargos políticos (entre los que podemos incluir al mismísimo presidente del gobierno) relacionen el calentamiento global con el fenómeno de los incendios, asumiendo así que éstos se producen en mayor cantidad y con más virulencia que antes.

Pero, de nuevo, la realidad es tozuda: los datos del Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente muestran que, desde la década de 1980 (los más mayores recordarán sin duda aquella famosa campaña gubernamental de “todos contra el fuego”), nuestro país ha sufrido cada vez menos incendios, que han quemado cada vez menos hectáreas.





Y seguramente todos hayamos escuchado en algún momento esa afirmación según la cual nos alimentamos cada vez peor y de forma menos sana que antes. Pero nuestra actual dieta alimenticia era algo impensable hace sólo unas pocas décadas, cuando la gente más pobre (la inmensa mayoría de la sociedad) no tenía forma de mantener una dieta lo suficientemente variada para satisfacer sus necesidades nutricionales. Por otro lado, los controles alimentarios de que disponemos actualmente en Europa nos garantizan unos niveles de seguridad como jamás habíamos experimentado antes; es un hecho que ya no sufrimos la enorme cantidad de intoxicaciones que se daban antes de la aparición de la moderna industria alimentaria. Es posible afirmar, sin riesgo a equivocarnos, que en realidad estamos comiendo alimentos mucho más sanos que nunca antes.

¿Y qué hay de la contaminación atmosférica? Por alguna razón se asume que es cada vez mayor, ¿pero somos conscientes de que el aire actual de Londres es de extrema pureza en comparación con el que respiraron los londinenses desde la época victoriana hasta mediados del siglo XX? Hemos de recordar que el famoso “puré de guisantes” no se trataba sólo de niebla natural, y que la principal causa de aquel smog era la emisión de gases contaminantes por las fábricas de Londres. La evolución positiva del aire londinense no es única, también la hemos visto en las mayores ciudades de China en los últimos veinte años, y de hecho se trata de una tendencia que parece ser la norma de cualquier gran ciudad sometida a un proceso de industrialización: un primer aumento vertiginoso de la contaminación atmosférica que posteriormente disminuye en gran medida a partir de que la sociedad toma conciencia de ello.

¿Y el oso polar? ¿Está realmente en peligro de extinción? Si bien el número de osos polares disminuyó en alrededor de un 30% hacia mediados del siglo XX, contando con alrededor de 10.000 ejemplares en 1965, en la actualidad se calcula que hay ya alrededor de 25.000 ejemplares y la tendencia en las últimas décadas es hacia una recuperación de la especie cada vez mayor. 



Pero al menos será verdad que la gran barrera de coral australiana se está destruyendo, ¿no? Pues lo cierto es que ha experimentado una recuperación generalizada y se encuentra en su mejor momento desde hace 40 años, según revela un estudio del Instituto Australiano de Ciencias Marinas publicado en 2022.

Podríamos continuar hablando de otros mitos como los que se refieren a la energía nuclear y muchos otros, pero probablemente basten estos para demostrar que en ocasiones la sociedad mantiene ciertas creencias que se dan de bruces con los fríos datos. Decía Albert Einstein que “es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”, y Mark Twain aseguraba que “es más sencillo engañar a alguien que convencerle de que ha sido engañado”; en efecto, resulta llamativo lo mucho que nos cuesta cambiar nuestras creencias particulares, sin importar la cantidad de datos o argumentos que se nos presenten en contra.  

Además hay que tener en cuenta que si resulta tan complicado desmontar los modernos mitos ecologistas es porque éstos entroncan con una visión filosófica que nació en la década de 1960 (al mismo tiempo que el movimiento ecologista, curiosamente) y que actualmente comparte la mayor parte de la sociedad: aquella que sostiene que la modernidad, la civilización, el desarrollo industrial y los adelantos tecnológicos conllevan inevitablemente un deterioro del medioambiente tanto más profundo cuanto mayor sea ese desarrollo. Un punto de vista profundamente pesimista e incluso reaccionario, puesto que considera que la civilización es esencialmente incompatible con la salubridad medioambiental, que nos lleva inevitablemente a concluir que lo más deseable para el ser humano es su regreso a etapas anteriores de desarrollo preindustrial (¿la edad media? ¿el paleolítico?). No es de extrañar, pues, que las modernas teorías económicas y sociales sobre el llamado “decrecimiento” tengan tanto éxito entre el movimiento ecologista. 

Por supuesto nadie está afirmando que la situación medioambiental sea idílica, ni mucho menos negamos que exista ningún problema en ese sentido. Que el oso polar no esté en peligro de extinción no implica que el ser humano no sea responsable de la extinción de muchas otras especies; que la gran barrera de coral se haya recuperado notablemente no significa que no haya que seguir protegiéndola o que no existan otros ecosistemas que deberíamos proteger del mismo modo; que la alimentación actual sea esencialmente mucho mejor que la del pasado no anula en absoluto el riesgo para la salud que suponen los actuales alimentos procesados; y obviamente, que la calidad del aire haya mejorado notablemente en las últimas década no nos debe llevar a relajarnos en ese sentido ni a dejar de luchar por una atmósfera cada vez más limpia de cualquier sustancia nociva para la salud. Sin contar con muchas otras amenazas (como la acumulación de plásticos en los mares o la degradación de las costas y ríos, por ejemplo) a las que el ser humano debe enfrentarse lo antes posible y con la mayor energía. 

No obstante, y aun asumiendo la existencia de no pocos problemas medioambientales, algunos creemos que el desarrollo y el progreso económico suponen una mejora neta en las condiciones del ser humano y del planeta a nivel global, pese a generar inevitablemente ciertas consecuencias no deseadas que siempre tienden a resolverse. El progreso siempre tiene un precio, es inevitable y hay que afrontarlo, pero nunca debemos abandonar el progreso.

Un buen ejemplo en ese sentido es el uso de fertilizantes y pesticidas en la agricultura. Indudablemente han supuesto un impacto ambiental negativo en lo que se refiere a la contaminación de aguas y tierras, pero también gracias a ellos hemos podido multiplicar enormemente la producción agrícola, lo que ha permitido alimentar a miles de millones de personas (tirando por tierra aquel pesimismo malthusiano acerca de una tierra superpoblada que no podría disponer de suficiente comida para alimentar a todo el mundo) y disminuir la superficie dedicada a la agricultura, lo que a su vez es la causa principal del aumento de la superficie forestal. Por tanto… ¿son los fertilizantes y pesticidas un problema en sí mismos y deben ser prohibidos, como pretende el movimiento ecologista? No parece una buena idea, habida cuenta de que han supuesto una bendición para la humanidad e incluso para la propia vida de nuestro planeta, pero es cierto que su uso también conlleva riesgos y problemas que hay que afrontar, siempre entendiendo que todo tiene su lado positivo y su lado negativo. 



Por otro lado, tampoco podemos aspirar a un mundo ideal en el que no haya destrucción de especies y ecosistemas, porque es un escenario imaginario que no ha existido nunca. La mera existencia del ser humano, como la de cualquier otra especie, supondrá siempre una amenaza para el resto de seres vivos por cuanto competimos por un mismo territorio y recursos. Dicho de otra manera: es inevitable que sigamos destruyendo, consciente o inconscientemente, todo tipo de ecosistemas. El motor de la evolución biológica siempre ha sido la competencia entre las diferentes especies, reemplazándose una a otras a través de todo tipo de extinciones producidas desde mucho antes de que el ser humano hiciese su aparición en la Tierra, aderezado todo ello por todo tipo de alteraciones de origen natural. No, el mundo no está destruyéndose ni hay el menor peligro ello, en absoluto. Incluso aunque provocáramos una catástrofe a nivel planetario (algo que estamos muy lejos de poder hacer, salvo que usáramos todo nuestro arsenal nuclear al mismo tiempo) no sería una situación nueva para la Tierra. Mucho antes de que surgiese el primer homo sapiens nuestro planeta ya había vivido todo tipo de catástrofes y extinciones masivas periódicas, precisamente gracias a las cuales la vida evolucionó hasta crear vertebrados, mamíferos, primates… y seres humanos.


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