Meditación, mindfulness y superconciencia



Conócete a ti mismo” (máxima inscrita en el Templo de Apolo, en Delfos).


Tradicionalmente se ha dado por hecho que la mente, desde un punto de vista científico, no es más que un mero subproducto de nuestra configuración neuronal particular y absolutamente dependiente de ésta. Hoy, sin embargo, sabemos que el cerebro posee una gran plasticidad y que es posible modularlo físicamente incluso a través de la propia mente. Mente y cerebro mantienen en realidad una relación dialéctica en la que ambos se influyen mutuamente: nuestra configuración cerebral y neuronal particular determinan en gran medida nuestra forma de ser y nuestros pensamientos, pero también éstos son capaces de cambiar nuestro cerebro.

Por ejemplo, si bien es sabido que la práctica de la meditación conlleva ciertos beneficios en la salud mental y física (reducción del estrés, mayor memoria, mayor capacidad de aprendizaje, aumento de la empatía, reducción del riesgo de depresión, mejora de la capacidad de atención y concentración, reducción de los procesos inflamatorios y de la intensidad del dolor, mejor funcionamiento del sistema cardiovascular…), lo que quizás no sea tan conocido es el hecho de que la meditación también es capaz de producir auténticos cambios físicos en el cerebro. Según diversos estudios realizados mediante imágenes por resonancia magnética (IRM), la práctica de la meditación produce, entre otros efectos, una reducción del tamaño de la amígdala, una parte del cerebro situada en el centro del mismo y que regula comportamientos instintivos como el miedo o el estrés, al tiempo que aumenta el grosor de la corteza dorsolateral prefrontal, situada en nuestra frente y asociada a funciones cerebrales superiores como la conciencia, la concentración y la toma de decisiones. Sorprendentemente no son efectos que aparezcan a largo plazo: basta practicar veinte minutos al día durante alrededor de ocho semanas para que comiencen a manifestarse.



Para entender plenamente qué implican estos cambios hay que tener en cuenta que el cerebro humano evolucionó y se desarrolló por capas, de dentro hacia afuera, siendo las partes más internas las más antiguas y primitivas mientras que las más exteriores son las más modernas y por tanto las encargadas de nuestras facultades superiores. De este modo, el tronco encefálico controla nuestras funciones más básicas (respiración, ritmo cardíaco, etc.) y la corteza cerebral se dedica a las funciones más sofisticadas y elevadas, aquellas que nos hacen humanos: pensamiento, imaginación o toma de decisiones, por ejemplo. En cuanto a la corteza prefrontal, se trata de la parte de la corteza más reciente (es la última del cerebro del niño en desarrollarse), y por tanto la más evolucionada. Casualmente (o quizás no tanto, como veremos más tarde), es en la zona de la corteza prefrontal donde las diversas tradiciones espirituales de oriente sitúan el llamado “tercer ojo”, asociado a la clarividencia y la iluminación.

En resumidas cuentas, una forma de interpretar estos cambios es suponiendo que la meditación tiende a desactivar nuestro yo más primitivo y a potenciar nuestra conciencia más elevada.


Mente y conciencia


¿Pero qué tiene de especial la meditación? ¿Qué es lo que distingue a una sesión de meditación del habitual proceso de pensamiento que los seres humanos realizamos permanentemente? Antes de pasar a explicar tal cuestión es necesaria una breve digresión sobre la naturaleza de la mente y la conciencia.

La conciencia es algo poco definido y, en cualquier caso, inexistente físicamente. Que sepamos no tiene una entidad material real, al menos en el mismo sentido que pueda tenerlo cualquier objeto formado por moléculas físicas, pero estamos bastante seguros de que se encuentra alojada en nuestro cerebro. Más concretamente, creemos que la mente es una propiedad emergente de la especial configuración que adoptan nuestros circuitos eléctricos neuronales, del mismo modo que las diferentes configuraciones de los circuitos eléctricos en un ordenador son capaces de reproducir el software informático con el que trabajamos. Sin embargo hay una diferencia crucial entre la mente y la conciencia humana y cualquier programa informático, por muy avanzado que éste sea: sólo la mente es capaz de observar, razonar, pensar, saber, opinar y en general llevar a cabo libremente cualquier tipo de actividad intelectual con plena conciencia de sí misma. La mente goza así de ciertas propiedades que ningún software producido hasta ahora, ni siquiera la más moderna inteligencia artificial, ha sido capaz de demostrar, por mucho que su naturaleza última y concreta siga siendo un misterio.

Una forma de definir en cierto sentido a la mente y la conciencia es como la vía de que dispone el universo para conocerse a sí mismo, algo así como una herramienta de autoconocimiento del propio cosmos. El famoso koan japonés se preguntaba si hace ruido un árbol que cae en un bosque si no hay nadie para escucharlo, ¿pero serviría de algo la existencia de todo un universo que no contuviese conciencia alguna para observarlo y conocerlo? Al fin y al cabo, desde principios del siglo XX sabemos también que el observador consciente tiene un papel esencial en la realidad física del universo. La teoría de la relatividad especial de Einstein estableció que el espacio y el tiempo están íntimamente ligados en una única dimensión (el espacio-tiempo) cuya geometría depende del movimiento del observador, al tiempo que la mecánica cuántica descubría que es el observador quien determina la concreción física de una partícula que hasta que no es observada permanece en varios estados al mismo tiempo, en una especie de superposición fantasmal de todos ellos. Es la paradoja que se produce en el famoso experimento mental que propuso Erwin Schrödinger: el gato se encuentra vivo y muerto al mismo tiempo hasta el momento en que se abra la caja y sea por fin observado. Sigue siendo un misterio la razón por la que la superposición cuántica no se manifiesta a nivel macroscópico, así como por qué desaparece precisamente durante una observación o cuál es el papel de la conciencia en ésta.




Ahora bien, si la conciencia parece tener una cierta importancia como observadora de la realidad física… ¿qué sucede cuando la conciencia se observa a sí misma? ¿Cuál es el efecto concreto que puede producir una capacidad que parece ser exclusiva de los seres humanos? Los animales pueden tener un comportamiento inteligente, e incluso quizás llevar a cabo razonamientos elementales y obtener ciertas conclusiones básicas a partir de ellos, pero, que sepamos, no han desarrollado aún la facultad de observar su propia mente, y mucho menos de controlarla. Y esa precisamente parece ser la clave de la meditación: la atención y observación que realizamos de nuestros pensamientos. En la meditación permanecemos atentos para eliminar cualquier interferencia (pensamiento, recuerdo o sensación) que pueda perturbar la sesión y dificultarla. La conciencia se convierte así, paradójicamente, en actor y espectador al mismo tiempo, en observadora y observada. Y es en ese preciso momento cuando nuestro cerebro comienza a reconfigurarse y a producir los cambios físicos y neuronales que ya hemos visto.


Mindfulness


Conviene dejar claro que la meditación no tiene por qué tener un mero fin introspectivo, ni mantenerse necesariamente enfocada en nosotros mismos o en nuestros pensamientos. En realidad es posible meditar sobre cualquier objeto, tema, problema o cuestión que queramos elegir, exprimiendo al máximo nuestras capacidades mentales para obtener conclusiones a las que de otro modo no conseguiríamos llegar.

Sin embargo, para que la meditación sea realmente efectiva es imprescindible que el meditador permanezca siempre vigilante a la hora de identificar cualquier pensamiento que interrumpa la sesión, para así poder volver a concentrarse nuevamente. Es habitual que el meditador poco experimentado se vea obligado a retomar su objeto de meditación una y otra vez, pero poco a poco el cerebro se acostumbra a no ser interrumpido y la concentración aumenta paulatinamente hasta grados cada vez mayores.

Una forma de meditación occidental que hoy está en boga es el mindfulness, o atención plena. Se basa en mantenerse permanentemente atento, de forma consciente, a toda experiencia presente, sea cual sea ésta. Aunque el mindfulness también puede incluir determinadas sesiones de meditación en las que se ejercita la atención, en realidad su práctica es constante en el día a día, de forma continua, manteniendo siempre la atención en aquella actividad que estemos realizando en cada momento.

El mindfulness es la forma anglosajona y moderna de referirse a sati, la “atención plena” del budismo. Siddharta Gautama, conocido como “el iluminado” (o Buda), pasó años investigando la existencia y meditando sobre el porqué del sufrimiento hasta que finalmente llegó a ciertas conclusiones que denominó las “cuatro nobles verdades”: 1) el sufrimiento es inherente a la existencia; 2) el origen el sufrimiento es el deseo; 3) eliminando el deseo se elimina el sufrimiento; 4) para eliminar el sufrimiento es necesario transitar por el “noble camino óctuple”, cuyo séptimo punto es precisamente lo que en occidente conocemos por “mindfulness”:

1- Punto de vista correcto

2- Pensamiento correcto

3- Hablar correcto

4- Actuar correcto

5- Medio de vida correcto

6- Esfuerzo correcto

7- Atención correcta

8- Concentración o meditación correcta.




Es importante resaltar que el concepto de “atención plena” no es exclusivo del budismo o de las religiones orientales, pues también lo encontramos en el cristianismo occidental. Por ejemplo, San Ignacio de Loyola enseña en sus Ejercicios espirituales cómo debe comer el cristiano: “que se cuide de no estar toda su alma atenta a lo que come, y al comer no se apresure, por apetito, sino que sea dueño de sí mismo, tanto en la manera de comer como en la cantidad que come”.

La práctica de la atención plena o mindfulness es la misma que la que llevamos a cabo en cualquier sesión de meditación: permanecer vigilantes para evitar que determinados pensamientos o sensaciones puedan distraernos de la tarea que estemos llevando a cabo en cada momento. Es por ello que el valor real del mindfulness seguramente resida en que nos sirve como un entrenamiento para nuestro cerebro de cara a la meditación, con el fin de que nos resulte mucho más fácil mantener la concentración en ésta. Como es obvio, una mente acostumbrada a mantener la atención constantemente en el momento presente será siempre mucho menos proclive a las distracciones.


El thangka Shiné


El budismo otorga una especial importancia al adiestramiento de la mente. Sin ir más lejos, el Dhammapada, un texto sagrado atribuido a Buda, reza así:

Esta mente voluble e inestable, tan difícil de gobernar, la endereza el sabio como el arquero la flecha. (…) Es bueno controlar la mente: difícil de dominar, voluble y tendente a posarse allí donde le place. Una mente controlada conduce a la felicidad. La mente es muy difícil de percibir, extremadamente sutil, y vuela tras sus fantasías. El sabio la controla”.

Probablemente, la mejor forma de entender el adiestramiento budista de la mente sea a través del thangka Shiné. Los thangka son pinturas acerca de diversos motivos religiosos que los budistas tibetanos realizan sobre telas o tapices, y el thangka Shiné es uno de los más interesantes. Aunque hay varias versiones del mismo, en él siempre se representa el proceso de doma de un elefante por parte de un monje mientras asciende por un largo sendero, a lo largo del cual van apareciendo distintos fuegos y objetos variopintos.




A la hora de interpretar el significado de este thangka es importante atender a los detalles que aparecen en él. Así, el progreso paulatino del monje por ese sendero parece dividirse en nueve etapas:

1. En la primera etapa, el monje se esfuerza en vano por alcanzar a un elefante negro que es conducido a toda velocidad por un mono también de color negro.

2. En una segunda etapa, en la que el monje sigue intentando atrapar al animal sin éxito, vemos que la parte superior de las cabezas del elefante y del mono se han vuelto blancas.

3. Por fin llega un momento en el que el monje consigue echar el lazo al elefante, que a su vez se gira para mirarle; en ese momento las cabezas del mono y el elefante se han vuelto blancas por completo.

4. A partir de que el monje ya tiene retenido al elefante con su lazo, aparece en escena un tercer animal a lomos de éste: un conejo que, al igual que sus compañeros de viaje, tiene la cabeza de color blanco y el cuerpo negro.

5. A continuación el monje no sólo es capaz de retener al elefante sino también de conducirlo por el sendero, mientras los animales ya tienen la mitad del cuerpo de color blanco (salvo el conejo, que es por fin de color blanco al completo).

6. En la siguiente escena el conejo ha desaparecido, el mono se sitúa ya por detrás del elefante y el monje es capaz de conducir a ambos (ya de color totalmente blanco) apenas sin esfuerzo

7. Posteriormente el mono también se ha esfumado, y el monje ha conseguido domar hasta tal punto al elefante que ya ni siquiera necesita conducirlo atado con su lazo.

8. Una vez que el monje llega al final del sendero por fin reposa en actitud meditativa y con aureola de santidad, mientras el elefante se recuesta a su lado.

9. En la última etapa el sendero se ha convertido en un arco iris que surca el cielo, y que es recorrido por el monje a lomos del elefante y en compañía de lo que parecen ser diferentes santos o budas.

Como es obvio, el thangka es altamente simbólico. La domesticación del elefante y los vaivenes del mono o el conejo representan el proceso que lleva a cabo el monje por controlar su propia mente, y el cambio de color progresivo de los animales (de negro a blanco) simboliza la purificación del monje mientras sortea todo tipo de peligros (los fuegos) y distracciones (los distintos objetos) a lo largo del sendero. El elefante representa a la mente misma, que es conducida por un mono que simboliza nuestra imaginación y pensamientos caóticos (el mismo Buda afirmaba que la mente suele conducirse como “un mono borracho al que le ha picado un escorpión”). A medida que el monje aprende a controlar su mente, y ésta deja de ser dirigida por el pensamiento errático, va ascendiendo por el sendero espiritual. El conejo, por su parte, representa a la parte más profunda de nuestra mente, aquella que nos conduce de forma oculta y de la que no somos realmente conscientes, pero que el monje terminará descubriendo a medida que se adiestra. Es la demostración de hasta qué punto el budismo entiende la psicología profunda del ser humano.

Al final del sendero, una vez que el monje ya ha dominado su mente por completo, reposa en paz y en calma: ha alcanzado el Nirvana y después de esta vida se unirá al resto de budas en el llamado Parinirvana, es decir, el Nirvana total que sólo se alcanza tras la muerte de aquel que ha alcanzado la iluminación en vida.

El Dhammapada deja claro que el método que debe seguirse para adiestrar la mente no es otro que la atención plena y la meditación:

La atención es el camino hacia la inmortalidad. (…) El ignorante es indulgente con la inatención: el hombre sabio custodia la atención como el mayor tesoro. (…) Aquel que medita constantemente y persevera se libera de las ataduras y obtiene el supremo Nirvana. (…) Verdaderamente, de la meditación brota la sabiduría. Sin meditación, la sabiduría mengua. (…) Gozad de la atención pura, vigilad vuestras mentes, salid del fango de las pasiones como lo conseguiría un elefante hundido en el fango. (…) Medita, oh monje. No seas inatento. No dejes que tu mente se disperse con placeres sensuales. No permanezcas inatento y te dejes consumir. (…) No hay concentración para el que no tiene sabiduría; no hay sabiduría para el que no se concentra. En aquel que hay concentración y sabiduría, ése verdaderamente está próximo al Nirvana”.


La meditación


La palabra “meditación” proviene del latín meditatum, que significa “concentrar” o “reflexionar”. Probablemente la mayoría de culturas antiguas hayan practicado algún tipo de meditación, y en la actualidad es utilizada habitualmente en todas las tradiciones orientales, no necesariamente de carácter religioso (hinduismo, taoísmo, yoga, artes marciales…).



Todas las grandes religiones monoteístas practican la meditación. En el judaísmo se denomina hitbodebut (“autorreclusión”, en hebreo), mientras que en el Islam se llama muraqabah (“observar”, en árabe). En lo que respecta al cristianismo occidental, la meditación es bien conocida tanto por su nombre habitual como por otros como “contemplación” o “recogimiento”, y la Iglesia Católica la incluye dentro de su catecismo (considerándola una herramienta fundamental del cristiano). Por otro lado, la oración no es más que una suerte de meditación centrada en la comunicación con Dios, hasta el punto de que fray Luis de Granada y san Pedro de Alcántara escribieron sendos tratados “sobre la oración y la meditación”.

También en la Iglesia Ortodoxa se practica el hesicasmo (“quietud” o “paz interior” en griego), es decir, el proceso de interiorización mental al margen de los sentidos para lograr la experiencia divina. El hesicasmo se basa en el siguiente pasaje evangélico, en el que Jesús resalta la importancia de orar en soledad (presumiblemente para evitar distracciones):

Pero tú, cuando ores, entra en tu habitación y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está en lo oculto, y tu Padre, que ve lo oculto, te premiará” (Mateo 6: 6).

Enseguida veremos a qué podía referirse Jesús al mencionar ese “premio”.

La meditación, en suma, es tan común entre las diversas culturas y tradiciones espirituales, tanto occidentales como orientales, que más que una práctica parece ser una capacidad intrínseca del ser humano. Precisamente por ello es tan diversa que resulta complicado concretar sus características básicas. Sin embargo, y a pesar de la inexistencia de consenso alguno al respecto, podemos intentar definir la meditación como la capacidad de atender a los propios pensamientos y concentrarse en ellos, impidiendo que puedan ser interrumpidos por otros pensamientos, sensaciones o recuerdos indeseados.

Desde ese punto de vista, es obvio que para meditar no es necesario adscribirse a religión o tradición alguna. Como tampoco es preciso, a pesar de los tópicos, adoptar ninguna posición corporal concreta ni colocar nuestras manos de una determinada forma. Con frecuencia asociamos la meditación a la posición del loto (sentados en el suelo o en un cojín, y con una pierna cruzada sobre la otra), aunque esa no sea más que la postura preferida en oriente, donde es frecuente sentarse así de forma habitual. En realidad es posible meditar en cualquier posición corporal, hasta el punto de que en el budismo zen existe un tipo de meditación (kinhin) que se practica caminando.

Pero nos engañaríamos si creyéramos que la postura corporal no tiene relación alguna con la meditación: nuestra actitud corporal influye considerablemente en nuestro estado mental, y viceversa. Del mismo modo que una persona que se encuentra cansada o aletargada tenderá a adoptar una postura acorde a ese estado mental (encorvándose, por ejemplo), si no mantenemos una posición recta transmitimos a nuestro cerebro una señal que éste interpreta como pasividad o cansancio. Es por ello que generalmente se insiste en la importancia de que, con independencia de cuál sea la posición corporal elegida para practicar, la meditación se realice siempre con la columna vertebral recta, ayudando así a mantener una mínima estabilidad mental.




En cuanto a los mudras (las posiciones y gestos que se realizan con las manos mientras se medita), en oriente existe toda una variedad de ellos y se considera que cada uno influye de una forma diferente en la mente. Cualquier meditador conoce el problema de qué hacer con las manos mientras se medita, y la dificultad que supone colocarlas cómodamente para que nuestra mente pueda olvidarse de ellas y no supongan una molestia que pueda llegar a distraernos. Los mudras constituyen una forma de solucionar tal problema, al menos cuando resultan lo suficientemente cómodos para el meditador. En el cristianismo, por su parte, se practica la oración y la meditación con las manos juntas o entrecruzadas, como una especie de mudra occidental. También los rezos o plegarias cristianas tienen su contrapartida oriental en los mantras, oraciones sagradas que se recitan durante la meditación y que en último término actúan como mecanismo de abstracción del entorno para favorecer la concentración.


La meditación profunda


En resumidas cuentas, la postura corporal o la posición de las manos no son más que algunos factores que pueden llegar a influir en nuestra capacidad de concentración, como también lo son el sueño o las distracciones externas, por ejemplo.

¿Es posible que haya en juego otros factores menos evidentes?

Todas las religiones insisten en la necesidad de llevar una vida regida con un determinado código ético o moral, que puede cambiar en sus detalles según las diferentes tradiciones pero cuya esencia suele ser similar. No es difícil extraer una serie de características comunes a todos esos códigos: honradez, honestidad, sacrificio por los demás (lo que en el cristianismo se denomina “caridad” y en el budismo “compasión”), ausencia de apegos y pasiones, humildad, paciencia, ecuanimidad… Resulta evidente la utilidad personal y social de todos esos valores, pero ¿pueden también favorecer de algún modo la práctica meditativa? Sin ir más lejos, es probable que una mente menos impaciente sea más estable durante la meditación, y por tanto será capaz de alcanzar cotas de concentración mayores. En general, podemos asegurar que una vida ordenada y con una conciencia tranquila supone un gran factor de estabilidad mental.



Además hay que tener en cuenta que existen diferentes niveles de meditación, dependiendo del grado de concentración que alcance el meditador. Los sufís musulmanes refieren distintos niveles de dhikr (“recuerdo de Dios” o “invocación”), mientras que hindúes y budistas hablan de siete jhanas o niveles de abstracción meditativa. El Yoga Sutra, el tratado fundacional del yoga, por su parte, distingue entre tres niveles: el primero es “con argumentaciones verbales”, es decir, razonando de forma discursiva en nuestro interior; el segundo nivel ya supera dicho estado y prescinde de palabras para utilizar directamente los conceptos designados por éstas; y el tercer nivel es el samadhi o absorción completa. Es una clasificación que recuerda bastante a la distinción entre “oración vocal” y la “oración mental” que explicó en sus obras Santa Teresa de Jesús, quien por otra parte escribió un tratado (Las moradas o El castillo interior) en el que describía los diferentes grados de profundidad del alma a los que se puede acceder a través de la oración.


Superconciencia y mística


¿Pero por qué querríamos alcanzar una concentración aún más profunda? Al fin y al cabo, los beneficios de la meditación ya aparecen incluso cuando ésta es meramente superficial, ¿o no?

En la física, la química o la biología encontramos permanentemente una ley natural según la cual una acumulación de cambios cuantitativos graduales da lugar siempre a un cambio cualitativo y esencial, esto es, un cambio de la propia naturaleza del objeto en cuestión; por ejemplo, el aumento constante de la temperatura del agua termina por hacerla hervir, así como el paulatino aumento de tamaño del cerebro de nuestros antepasados primates devino en la aparición del ser humano. Del mismo modo, cabe la posibilidad de que una meditación cada vez más profunda termine por cambiar la naturaleza de la misma… o incluso del mismo meditador.

En ese sentido, y pese a la gran escasez de testimonios reales al respecto (“el que sabe no habla, el que habla no sabe”, nos avisaba Lao Tsé en el Tao Te King), algunos meditadores experimentados refieren cómo la meditación profunda puede abrir la puerta a zonas recónditas de nuestra mente que habitualmente desconocemos por completo. Ya hemos visto de pasada la creencia budista en el Nirvana, un estado final de paz interior permanente que los antiguos filósofos griegos denominaban ataraxia (o “ausencia de turbación” en griego): la felicidad surgida de la inexistencia de deseos y pasiones que puedan alterar la estabilidad mental. Las diversas tradiciones religiosas mencionan ciertas experiencias místicas asociadas a ese estado, difíciles de comprender para quien no las experimenta. Así, en oriente se habla de la “iluminación” como un cambio cualitativo en la naturaleza del meditador, un estado inefable de clarividencia y unión con la divinidad en el que se experimenta sabiduría plena, calma mental y paz permanente, y que está asociado a la aparición de siddhis o poderes extraordinarios; su equivalente occidental sería el éxtasis de la santidad cristiana y los milagros relacionados con ésta. Las diferentes religiones también coinciden en señalar que, una vez que se alcanza tal estado después de años y años de esfuerzo, se logra la inmortalidad y la felicidad eterna tras la muerte física del cuerpo.



Evidentemente esta última cuestión atañe más a la fe religiosa de cada uno, pero cabe preguntarse si a través la meditación es realmente posible alcanzar determinados estados alterados de conciencia e incluso tal vez una conciencia superior: una “superconciencia”. Si los seres humanos hemos sido capaces, como especie, de alcanzar una conciencia mayor que la del resto de animales… ¿es posible que a nivel individual podamos desarrollar un nivel de conciencia aún superior? Las implicaciones de tal posibilidad son profundas, y conllevarían comenzar a considerar al ser humano como una mera transición, un puente entre el estadio animal y otro más elevado y consciente.

De ser así, la meditación, acompañada siempre de los requisitos de carácter moral que garantizan una mínima profundidad en la misma, sería precisamente el método para realizar tal cambio, el sendero que recorría el monje del thangka Shiné para domar a su elefante y que es necesario transitar para llegar a la cumbre de nuestra mente, allí donde aguardaría la superconciencia.

En oriente, ese “camino” es considerado una vía espiritual y al mismo tiempo la ley máxima que rige el universo y lleva a la naturaleza a su armonía; ambos conceptos están relacionados, por cuanto se cree que recorrer tal camino espiritual es lo mismo que entrar en armonía con el cosmos. Así, en chino “camino” se dice “tao”, el mismo Tao que es la base del taoísmo y que constituye una vía espiritual equivalente al dharma o “ley natural” de las religiones dhármicas como el hinduismo, el budismo y el jainismo. Es también el Mandato del Cielo del que habla el confucianismo, y la Maat o armonía cósmica de los antiguos egipcios. “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino a través de mí”, nos dice el evangelio (Juan 14: 6).

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