Realidad y consciencia
Leibniz probablemente se quedó corto con su pregunta, porque no sólo hay «algo»: hay un universo como el nuestro. Y es que el universo podría haber sido muy distinto. Por ejemplo, podría estar hecho de energía pura, sin materia; o podría darse el caso de que los átomos, por la razón que fuese, no hubiesen podido unirse para formar la materia tal y como la conocemos; más aún, el universo podría haber sido irracional y caótico, sin estar sujeto a norma alguna, de tal manera que no existiesen ni la materia o la energía al no haber leyes que regulasen su funcionamiento.
Es decir, no sólo vivimos en un universo racional gobernado por leyes naturales, sino que además es un universo que permite que exista en él la consciencia necesaria para comprender dichas leyes. Es, por decirlo de otra manera, un universo inteligible y capaz de estudiarse a sí mismo.
Ahora bien, ¿cualquier tipo de universo habría tenido también como resultado la aparición de la vida consciente en él? En absoluto, para ello fue necesario que nuestro universo reuniese unas condiciones muy especiales. Más exactamente dependió de que hubiese ciertas constantes físicas con unos valores muy concretos que, hasta donde sabemos, son absolutamente arbitrarios. Por ejemplo, una de esas constantes es la velocidad de la luz en el vacío, que es de casi 300.000 kilómetros por segundo. Esa velocidad podría haber sido cualquier otra, por ejemplo 100 metros por hora, o quizá 400 millones de kilómetros por nanosegundo. Desconocemos la razón por la que la velocidad de la luz es la que es, pero no cabe duda de que el universo hubiese sido muy distinto si la velocidad de la luz tuviese un valor diferente… y no todos los posibles universos que surgirían al cambiar ese valor son capaces de albergar vida en él.
El ejemplo más claro de este problema es el de la constante de gravitación universal, cuyo valor es de 6,6742(10) × 10-11 N·m2/kg2. De nuevo, no sabemos por qué tiene ese valor y no otro, pero lo cierto es que a causa de poseer ese valor la fuerza de la gravedad tiene la intensidad que tiene, y si ese valor fuese otro diferente (un poco mayor o un poco menor) la intensidad de la fuerza de la gravedad también se alteraría. Por ejemplo, si el valor de esa constante fuese menor implicaría que la intensidad de la fuerza gravitatoria en el universo también sería menor, de tal manera que no se hubiesen formado estrellas en las que convertir el hidrógeno en otros elementos más complejos, y por tanto no hubiese habido química y tampoco vida. El universo sería un mero mar de hidrógeno sin casi ningún acontecimiento interesante en él. Por el contrario, si el valor de dicha constante fuese sólo algo mayor, la fuerza de la gravedad también lo sería y el universo estaría poblado por agujeros negros en vez de estrellas. Pronto toda la materia del universo terminaría engullida por ellos y toda la realidad se reduciría al más absoluto de los vacíos.
Dicho de otra forma, pareciera que el valor de cada constante física hubiese sido «ajustada» finamente por un diseñador inteligente con el fin de capacitar al universo para crear vida consciente. Esa particularidad se denomina precisamente «ajuste fino del universo», y parece fruto de una casualidad demasiado remota como para que pueda tratarse de mero azar.
Ciertamente existiría una explicación de dicho «ajuste fino» que no necesita recurrir a un Creador inteligente, y es la opción de un Multiverso formado por una gran cantidad de universos (quizá infinitos) del cual formaría parte el nuestro; cada uno de ellos tendría constantes físicas con valores diferentes, o incluso quizá leyes distintas a las que conocemos. Así, la vida sólo podría aparecer en una minoría de esos universos, precisamente en aquellos en los que las constantes físicas cuenten con los valores adecuados para permitir esa posibilidad.
Ahora bien, postular la existencia de innumerables universos diferentes sólo para explicar la razón por la que el nuestro es como es no parece que sea la explicación más sencilla. De hecho supone complicar en exceso la realidad sin que tengamos indicio alguno de que realmente sea tan compleja.
Por supuesto siempre puede alegarse que la vida y la consciencia no tienen importancia alguna, o al menos no tienen más importancia que cualquier otro evento cósmico. Desde ese punto de vista lo mismo daría un universo «muerto» que otro «vivo» en el que haya seres conscientes. Al fin y al cabo, ¿qué importa si hay alguien observando al universo o no? Tuvo un principio y tendrá un final, y no tiene mucha relevancia lo que pueda suceder entre ambos.
Por otro lado existen razones para pensar que la consciencia quizá tenga una importancia en la naturaleza mucho mayor de lo que sospechamos. Por lo menos a nivel subatómico.
Las partículas fundamentales que forman la materia no son objetos tangibles, ni siquiera tienen una existencia concreta. Generalmente se manifiestan como una onda de probabilidades, es decir, una especie de nube fantasmal en la que no existe la partícula en un lugar concreto sino únicamente diferentes probabilidades de que se encuentre en sitios diferentes. Así, y en contra de lo que dicta nuestro sentido de la lógica cotidiana, la partícula se encuentra en varios lugares al mismo tiempo. Lo mismo sucede con el resto de características observables de la partícula, como la energía: la partícula posee simultáneamente todos los valores posibles de dichas características.
Esa propiedad de las partículas se representa en física cuántica mediante la llamada «función de onda», y dicha particularidad desaparece cuando realizamos un acto de observación de la partícula: es sólo entonces cuando ésta se concreta de forma compacta y localizada en algún punto del espacio. Se dice entonces que se ha producido el «colapso de la función de onda», algo que sucede cada vez que un observador realiza la medición de una partícula. Hasta entonces, la partícula vive en una existencia fantasmal de estados superpuestos.
¿Pero qué entendemos por «observador», y por qué es él quien causa el colapso de la función de onda? Hay que tener en cuenta que la partícula observada está siempre interaccionando con el resto de partículas que la rodean, y sin embargo la función de onda de todas ellas no colapsa. Que otro objeto (un contador Geiger, por ejemplo) también interaccione con una partícula para llevar a cabo su medición no cambia la situación anterior, puesto que ese objeto también está formado por partículas, cada una de ellas también en una situación de superposición fantasmal. En realidad todo el universo al completo debería encontrarse en un estado de superposición cuántica, pero en nuestro día a día comprobamos que no es así. Esa cadena de interacciones entre sistemas cuánticos (la llamada cadena de Von Neumann) ha de terminar en alguna especie de sistema «no cuántico» que cause el colapso de la función de onda. Dicho sistema tan especial es el observador. ¿Pero qué tiene éste de especial? Varios científicos (John Weeler, Roger Penrose o Paul Davies, entre otros) han sugerido la posibilidad de que ese sistema «no cuántico» sea la propia consciencia, y que por tanto sea ésta quien causa el colapso de la función de onda. O dicho de otra manera: es la propia vida inteligente la que, al interactuar con el mundo físico, logra que éste tenga una existencia real y tangible.
Así pues, lejos de ser un fenómeno irrelevante, la consciencia podría ser absolutamente determinante a la hora de configurar la realidad física del mundo.
Ahora bien, es cierto que recurrir a un diseñador inteligente para explicar nuestro universo nos plantea un problema quizá mayor: ¿cómo se creó ese diseñador? Es difícil obtener una respuesta satisfactoria para esa pregunta, toda vez que lo que quiera que diese origen a ese diseñador también necesitaría una explicación; siempre podríamos preguntarnos «¿qué creó a lo que creó al diseñador?», y así podríamos alargar esa pregunta hasta el infinito, probablemente sin encontrar una causa primigenia realmente satisfactoria.
Sin embargo ese problema desaparece si aceptamos que el propio diseñador es un producto de la evolución del propio universo. Imaginemos, por ejemplo, una inteligencia (individual o colectiva) que evolucione con el tiempo y aumente paulatinamente su capacidad y su control de la materia y la energía del Cosmos hasta el punto de llegar a trascender a la propia naturaleza, y por tanto también el tiempo. En tal caso ese ser superinteligente quizá podría no sólo manipular a su conveniencia al universo, sino también remontarse hasta sus orígenes ¡y crearlo él mismo! La existencia se basaría así, como en el clásico ouroboros, en un lazo causal autoconsistente en el que el Creador da origen a lo Creado y viceversa, de tal manera que ambos dependen mutuamente el uno del otro.
Esa superinteligencia podría tratarse de una civilización extraterrestre, o incluso de nuestra propia civilización el día de mañana, o quizá fuese el resultado de la fusión de diferentes inteligencias colectivas en una sola en un futuro muy distante…
©JRGA
Comentarios
Publicar un comentario